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La bruja de Salem

Érase una vez...

Érase una vez...

... un angelito. Vivía en el cielo junto a otros hermanitos. Corría y saltaba sobre las nubes, y por las noches iba volando hasta la Luna, que apagaba todos sus temores infantiles. Un día se dio cuenta de que allí arriba, en el cielo, donde todo es blanco y perfecto y celestial, nadie podía prestar atención a un simple y pequeño angelito. Además, la Luna ya no le acunaba como antes, porque decía que era demasiado mayor, y el último lazo que le ataba a aquel lugar se rompió. Así que el angelito tomó como único equipaje un trozo de estrella que la Luna le regaló un día, hacía mucho tiempo, para que no tuviera miedo de la oscuridad, y, descolgando una escalera, mientras las lágrimas caían de sus ojos sin cesar, se escapó del cielo.

Inmediatamente, los demás ángeles y criaturas celestiales desencadenaron una gigantesca tormenta para vengarse del angelito, y el pobre resbaló de la escalera y se precipitó al abismo por culpa de un rayo.

La Luna, desde lo más alto del cielo, se arrepintió con toda su alma de haber abandonado al desamparado angelito, y les suplicó a todos los ángeles que pararan aquella tormenta y le pidieran que volviera de nuevo. Pero éstos no cedieron.

Cuando el angelito, matrecho y dolorido, tomó tierra firme, supo que aquel era su final: aquello era lo que el olvido de la Luna había conseguido. Pero entonces, cuando ya estaba seguro de que moriría en ese mismo momento, con esas fuertes oleadas de lluvia golpeándole la cara, alguien le tendió la mano.

-Ven conmigo. Sé cómo te sientes, yo pasé por lo mismo, y a mí nadie me ayudó a salir adelante. Pero ahora será diferente, porque yo te ayudaré. Levántate, deja aquí todo tu peso y sígueme.

El angelito dudó un instante, pero luego lo tuvo claro. Sacó el trozo de estrella que le regaló la Luna y lo dejó en el suelo; brillaba más que nunca. Caminó sin mirar atrás. Lloró durante horas, mientras seguía a aquella voz que le había brindado su ayuda. Lloró porque su camino quedó iluminado hasta el final por la luz del trozo de estrella.

Tras una caminata interminable llegaron al Infierno, y la voz que le había guiado se presentó como Satán.

-A partir de ahora serás mi discípulo- dijo, y tocó las alas del angelito, que se hicieron mucho más majestuosas y adquirieron un deslumbrante color negro, aunque aún pervivían algunas franjas del color de la Luna. El angelito quedó cegado con tanta belleza, y al ver que había recuperado todo lo que la Luna le negó un día, le juró lealtad eterna al Diablo.

Un día, la Luna bajó del cielo en un intento desesperado de reencontrarse con el angelito, pero, al llegar a las puertas del Infierno y encontrar el trozo de estrella en el suelo, muerto y sin luz, deseó ser mortal y acabar con toda aquella pena que guardaba todavía.

Aún hoy la pobre Luna se arrepinte de haber dejado ir al angelito, y, cada cierto tiempo baja en secreto al Infierno y vela sus sueños.

Y todavía hoy el angelito llora en sueños, por ella, por su amor, que no volverá jamás.

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