El llanto de una bruja
Las hojas de los árboles se mecían
con el arrullo suave del viento,
mientras que las nubes, en movimiento,
dejaban entrever la blancura de la luna.
El bosque entero descansaba
con la paz de la noche oscura.
Y en el río, una criatura
danzaba alegre en la negrura.
Giraba alrededor del fuego,
saltando, cantaba sus deseos,
hablando con los espíritus de los muertos
desahogaba su corazón de todo su peso.
Los amores, desamores,
las penurias y el rencor,
todo ardía en las llamas
de la hoguera de la magia.
Aquel dulce ser, la dulce Silvana,
de día no era más que un fantasma,
ignorada por ser joven y mujer;
sueños de libertad en aquel mundo cruel.
Gritar no podía; por lo menos no de día.
Así que de noche, en el arroyo, cantaba
la canción que sólo el bosque escuchaba:
y las tristezas cesaban.
Así, la oscuridad se hizo su amiga
y el bosque su enamorado.
Deseando que pasaran las horas
para llegar al ocaso del día,
sabiendo que la luna llegaba,
Silvana se sonreía.
Una de sus sonrisas se cruzó con la mirada
de un joven que a ella amaba,
y, sintiéndose tentado,
la siguió una noche por el camino plateado.
Deseaba ver a su amada
rendida, enamorada,
pero lo que vio fue a una bruja
lanzando maleficios al pueblo.
Corrió, atemorizado,
y se lo contó al padre inquisidor,
que se presentó en el bosque oscuro
a detener la maldición,
con diez hombres, antorcha en mano
y machetes en el cinturón.
Cuando llegaron al río
y vieron a Silvana cantándole al viento,
el cura dio la orden
y la apresaron al momento.
Antes de encarcelarla
le gritaron, insultaron y pegaron,
pero no cedió ante la debilidad
y sus ojos no lloraron.
Mas, cuando se quedó sola
en aquella prisión de sangre y hiel,
cerró los ojos y soñó
con sus danzas en la hoguera.
A la mañana siguiente
se celebró el temido juicio:
“La bruja arderá- dijeron-
con sus llamas, en la hoguera”.
Arrastrada por el pueblo,
sin que nadie saliera en su defensa,
la gente le gritaba improperios
en su camino a la muerte.
Su familia, avergonzada,
la había abandonado en el olvido.
Sólo el bosque, a lo lejos,
con su viento de amor la llamaba.
Atada de pies y manos,
en aquel terrible lecho de muerte,
Silvana notó el calor a sus pies:
comenzaba a arder.
Al frente, el bosque,
que en un vano intento
soplaba desesperado
para apagar el fuego.
En aquel instante Silvana
supo cuánto la amaba;
en sus ojos despuntaba
una lágrima plateada.
Lloró desesperadamente,
por el amor, no por la muerte,
hasta que dejó de notar
el ardor en su piel.
Le dio gracias a su amado, el bosque,
Por haber escuchado sus súplicas
y calmado su llanto,
aquel que ahora se desataba de nuevo.
Le prometió que, aunque muriera,
volvería de nuevo a su lado,
volvería a girar alrededor del fuego,
a saltar, a cantar sus deseos,
a deshojar de su corazón todo su peso,
mientras que él calmaba su llanto eterno.
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